Nuestra querida colaboradora de la sección "Apuntes literarios" ha vuelto y todos estamos de enhorabuena, ya que sus recomendaciones sobre relatos son siempre geniales ( la entrada más visitada del blog, con más de 1500 lecturas, es uno de los apuntes literarios que nos dejó el año pasado, el relato sobre el viernes ).
Hoy nos deja tres sugerencias de relatos relacionados con los abuelos. La primera de María Angélica Rubino :
Nací en la casa de mi abuela materna, donde viví y crecí hasta que mis padres accedieron a su vivienda.
En esos cinco años fui rodeada de tanto y
tanto amor por parte de mi abuela, que se convirtió poco menos que en
mi remanso, mi alegría, mi compinche, casi diría mi todo, a tal punto,
que mi madre solía decir que yo quería más a mi abuela que a ella.
Mis padres trabajaban y yo disfrutaba de mi abuela.
Pero también existía mi abuela paterna, a
la que –desde que tengo recuerdo- se le hizo muy mala prensa en mi
entorno familiar más directo. Había que ir a visitarla como un trabajo
que sin ganas mis padres y yo cumplíamos casi todos los domingos, y en
su vieja casona de la quinta en la que siempre vivió, nos miraba callada
o articulaba algún monosílabo de tanto en tanto.
No
recuerdo ningún regalo que me hiciera, ni que visitara mi casa, ni que
nos reuniéramos para su cumpleaños, o el de mis padres o el mío.
Un batón oscuro y casi hasta el suelo
coronado por un desprolijo rodete blanco en canas, y una mirada distante
y apagada, era su figura constante.
Cuando fui adolescente y siempre
cumpliendo con la misma rutina de los domingos por la tarde, a veces sin
mi madre y sólo por acompañar a mi papá, todavía recuerdo la frase arto
repetida con que nos recibía: “..Y qué se dice, qué se dice?..”
A lo que yo respondía: “ Nada”. Entonces contestaba resignada: “…Y claro, qué se va a decir…”
Así rutinariamente pasó mi vida con mi
abuela paterna, hasta el día en que me recibí de abogada y mi papá
hinchado de orgullo y satisfacción, me llevó a verla y le dijo: “Mama (
va sin acento porque por la ascendencia italiana así la llamaban sus
hijos), aquí te traigo a la abogada”.
Mi abuela quedó casi petrificada y
reaccionó de la forma menos pensada; sentada en su pequeña silla chata
de siempre, se puso a llorar.
¡Cuántas cosas comprendí de repente a través de esas lágrimas!
Mi abuela, la dura, la distante, la
desamorada, de pronto y a través de esas lágrimas, como lentes 2de
aumento en mis ojos del alma, logró que pudiera correr el velo de mi
miopía, y la descubrí en ese instante como si la viera por primera vez.
Allí frente a mí, estaba una mujer
simple y humilde que a los treinta años se quedó viuda con un hijo en
brazos y seis más por criar, entre ellos mi papá, luchando como pudo,
lavando ropa ajena sin permitirse tiempo para el descanso,
sin permitirse tiempo para una demostración de afecto, ni para volver a
sonreir, envuelta en una cáscara dura para poder sobrevivir.
¡Cómo lamento no haber entendido antes
esto que escribo y haber podido sacarla de su caparazón, para que
pudiera disfrutar del cariño de una nieta a la que habían programado
para no quererla!
Y no tuve tiempo de revertirlo porque a los pocos meses, murió.
Sin margen para la duda
«¿Vos me darías un riñón?» Se lo había preguntado la
semana anterior por enésima vez mientras prendía un cigarrillo recostada
en el cabezal de la cama. «¿Un riñón?», protestó él. «¿Nomás uno?»,
bromeó. Y entonces ella lo pateó para echarlo. «Andate», le ordenó.
«¿Por qué? ¿Qué te hice?», quiso saber él, que además se estaba muriendo
de sueño. «Confesarme que no me querés», lo acusó ella. «Pero sí te
quiero, ¿cómo no te voy a querer?» «Si me quisieras, no me negarías un
riñón.» Y ahí mismo, harto de acusaciones, se arrancó uno como pudo y le
dijo: «Tomá. Y ahora, dejame morir».
Mi matrimonio
Mi marido, el pobre, se ha hecho viejo antes que yo.
Viejo de la cabeza. Después de tantas cosas como hemos vivido juntos,
tantos proyectos como habíamos hecho para la tercera o cuarta edad, me
encuentro ahora con que, en lugar de compañero, tengo al lado una
especie de niñito indefenso y caprichoso. Lo peor de todo es que, con el
fin de no herir su creciente y enorme susceptibilidad, me las veo y me
las deseo para que no se dé cuenta de que tengo que repetirle las cosas
veinte mil veces, que si no, las olvida. Pero ni así. Solo para que se
acuerde de subir el pan -y no se lo pido porque no pueda bajar yo, que
acabaríamos antes, sino para que se sienta útil-, tengo que hacer mil y
un malabarismos: «Cuando pases por la panadería, pregúntale a doña María
si le debemos algo». Al cabo de un rato: «Por cierto, a ver si está hoy
el pan más bueno, porque lo que es ayer…». Luego, mientras tomamos un
café descafeinado: «Si te encuentras con Paco en lo de doña María,
podrías preguntarle por lo de la excursión». Más tarde: «Esta salsa que
estoy haciendo hoy va a conseguir que te acabes la barra de pan». Un
poco después: «Me ha dicho la del quinto que van a subir el pan no sé
cuántos céntimos». Y por fin, antes que salga de casa:
«Con la hora que se ha hecho, si ya no le quedan de cuarto normal, tráete una sin sal». Aún así, a veces vuelve sin el pan -pero con una escoba nueva, por ejemplo- y me toca bajar a mí. En ocasiones he llegado a pensar que se burla de mí, que se está vengando de algo. Pero no. Es que está viejito, mi Pedro.
«Con la hora que se ha hecho, si ya no le quedan de cuarto normal, tráete una sin sal». Aún así, a veces vuelve sin el pan -pero con una escoba nueva, por ejemplo- y me toca bajar a mí. En ocasiones he llegado a pensar que se burla de mí, que se está vengando de algo. Pero no. Es que está viejito, mi Pedro.
DIAGNÓSTICO: Conmoración (Figura
retórica por la cual se insiste en alguno de los puntos tratados, para
grabarlo más profundamente en el espíritu del lector u oyente).
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